martes, 20 de octubre de 2009

Deseo

Abro los ojos, nada se ve. Una oscuridad tibia y absoluta me abraza.
Siento el suave roce de las sábanas en la cara y el aroma dulce de su cuerpo. El sonido rítmico de su respiración y cómo la punta de su nariz acaricia, imperceptible, el contorno de mis ojos.
Adivino, apenas, la seda del desavillé y nuevamente el tenue jadeo; la clara respiración que juega invisible a mi alrededor. Intangible, etérea, desea. Deseo.
No me es permitido hablar ni moverme. No me es permitido participar de ninguna forma. Tampoco lo quiero. Sólo puedo estar.
Fuerzo los ojos e intento percibirla. Nada. El mundo es un secreto; ella, una ilusión tenue que roza con un dedo mis labios y acerca los suyos a los míos. No me besa; no me toca, pero deja percibir su calor cándido, su leve palpitar y se retira a la nada y quedo solo. Perdido.
Desespero. Giro la cabeza para ver lo imposible en la negrura del cuarto. No está, no la siento. Oigo mi corazón que late impaciente, noto mi sexo endurecido bajo las sábanas incoloras y me condeno por haber despertado de aquel sueño. Por haberla disipado. Sufro cada segundo sin ella. Pero no por mucho, como respuesta a mi angustia, a mi desesperación, descubro calurosa y decidida la mano que baja por mi pecho y toma lo que desea. Con fuerza. Y también yo lo deseo y duele su brutalidad y lo deseo aún más y repentinamente, suelta y deseo con locura. Pero la mano desaparece, ella desaparece. Su boca vuelve salvadora sobre la mía y, esta vez, la besa, nos besamos, la muerde y siento el sabor dulce de mi sangre. Y la quiero toda; ama y esclava. Se esfuma en la negrura y la pierdo. La busco a tientas con las manos, mientras me siento en el colchón que es ahora mi único universo y la oigo por detrás. Quieto, dice el susurro, y sus pechos rígidos acarician mi espalda. Sus pechos, solo sus pechos y los distingo monumentales, pero huyen y dan paso a la húmeda caricia de su lengua sobre mi cuello y por mi espalda y en mi cintura y sus manos ahora acompañan el juego, manteniendo las mías a raya; en lo alto. Y ella lame mi costado y mis tetillas y baja por el abdomen y arranca las sabanas. Y siento sus labios sobre mí, percibo cómo su boca se abre tierna a mi alrededor, como su saliva cálida se derrama sobre el sexo desesperado y sus manos abrazan las mías, y ella fluye entre mis piernas.
Palpito. Palpita.
Suave.
Mi cuerpo se convulsiona. Intenta contorsionarse, rebelarse y tomar el control, pero sus dedos firmes me aprisionan sin hacer fuerza. Me dominan, y me rindo al goce pasivo. La siento bella, perfecta, mientras sus cabellos abrigan mis muslos. Y gimo y la pierdo, desaparece nuevamente y quedo solo. Extraviado, otra vez, con el sexo latiendo y mi cuerpo contraído.
No, digo.
Es tonto el hombre en esos momentos.
Ella vuelve y toma, con mano firme, el miembro empapado y lo deseo todo y duele y ella se arrodilla sobre mí. Y gozo. Y disfruto del espectáculo lento e infinito de dejarse deslizar, uno dentro del otro, uno sobre el otro. Apoyo el oído en su pecho y oigo el corazón desbocado, la respiración extenuada. Saboreo cada gemido apagado, cada leve escozor de su piel rosando la mía y la poseo con la completa felicidad de saber, que finalmente no podrá desaparecer.
Lentamente.
Suavemente.
Percibo el delicioso remolino de olores que se mezclan, y el sudor de ella contra el mío. Sus cabellos pegándose en mi cara y sus uñas que se clavan en mi espalda.
La oscuridad del cuarto estalla en miles de colores y me siento morir contraído y tembloroso en un grito mudo. Ella también grita y muerde y golpea mis hombros, mi pecho hasta congelarnos, los dos, en el ardor de un abrazo tenso.

Sus olores.
Sus sabores.
Los sonidos de la calle que reviven.
El cuerpo relajado que se desmorona junto al mío. Sobre la cama que vuelve a ser solo una cama, sólo una ínfima parte del universo.
Las cortinas que se corren, la luz del día que me violenta.
En silencio, tomo mis ropas, camino hacia la puerta.
Desearía hablarle. Decirle.
Volteo.
Su figura se recorta negra contra la luz deslumbrante de la tarde. De pie, con los ojos fijos, mirando por la ventana, enciende un cigarrillo y da una larga pitada.
No, no sería apropiado.
Tomo el dinero que me ha dejado sobre la cómoda y salgo.
La luz de la tarde me violenta.


Fabio A.C. 02/09/09

Corre Martín corre

Corre, corre por el campo, sus pies desnudos, sus manos pequeñas impulsando sus pasos.

Y Martín corre y corre sin parar.

El tren silba en el andén, anunciando la pronta partida, el adiós, la despedida.

Sus pies saltan un tronco muerto y pisan el pasto fresco, el viento golpea su pelo suelto y los hace flotar.

Una bocanada de vapor inunda el andén, la niña del vestido azul abraza a su padre y llora desconsolada mientras las manos de la madre la toman contra sí, alejándola de él; que parte.

Y corre Martín, con sus pulmones hinchados a reventar. Las lágrimas, manchadas en tierra juegan y dibujan rayos y ríos en sus mejillas ruborizadas y él respira y bufa pero no puede descansar.

La amante abrasa a su amor, aquel quien será su esposo al volver. Sus cuerpos, los dos en uno, inmóviles, en silencio; se yerguen entre el vapor, el gentío, el ruido. Así se despiden, sin palabras.

Los pies desnudos corren sobre un charco y sobre el pedregullo, sobre las ramas secas y el lodo crudo. Los ojos negros abiertos, también hacen fuerza por llegar.

El silbato del guarda separó a la anciana que besaba a la nieta que la despedía, le acarició el largo pelo rubio y le pellizco la mejilla.

Los cuerpos, con sus piernas desaparecidas entre el vapor que resopla la locomotora, se iban acercando a los vagones, como lo hacen los espectros que se dirigen a la eternidad.

Y Martín ya dobla por la calle principal con su remera rota, los pies sucios en barro, la cara inflamada tiznada en tierra, lágrimas y sudor. Y corre poseso viendo como el humo negro sopla tras las casas aún demasiado lejos. Y corre Martín corre, con su alma lanzada parece volar.

Los amantes se separan, el padre camina hasta el primer escalón, La anciana ya mira desde su ventanilla y la niña de azul llora en los brazos de la madre a su padre a quien ve partir. Los amantes ya son dos nuevamente y comienzan a sufrir la ausencia que aún no transitan.

Y corre Martín, corre sin parar, siendo liebre, niño, perro, todo y más. Es que ve el humo que crese, es que oye el silbato que llora, es que sabe que parten ya.

El grito del guarda, el grito del maquinista, el vapor que soplan ruedas chirriantes, los vagones que se golpean. Parten.

Abajo: la gente esta inmóvil, con sus ojos clavados en las ventanillas que les toca.

Y corre con sus pies descalzos ya sobre el tablonado y alcanza Martín al cabus y al vagón comedor y los pasa y corre aún sin parar y pasa los vagones de segunda y luego los de primera y continúa sin voltear. Sus piernas desaparecen en el vapor cálido y esquiva a la niña de azul y a la amante en lágrimas y corre y corre con sus manos en alto y lo ve, por fin, en el estribo, sonriente con su gorra bien calzada sobre el pelo cano y su silbato entre los dedos.

Y lo ve por fin a Martín que corre. Y para él, solo pare él, se lleva el silbato a la boca y lo hace sonar, largo, fuerte sobre el estruendo del tren y sobre el ruido de las ruedas y pronto el grito de la locomotora se le suma, intenso, potente.

Y se detiene ya Marín, en el final del andén. Con su mano en alto, la respiración exaltada y la sonrisa amplia y formidable.

Los ve partir y desde lejos, cuando todo era solo una mancha borrosa en el paisaje, se oye nuevamente el silbato sonar.

F.A.C. (29/04/09)

domingo, 4 de octubre de 2009

Doce Horas Atrás

Tres.
Dos.
Uno.
Siete y diez de la mañana.
Laura abre los ojos y ve a Marcos que, de pie junto a la cama, la observa.
—¿Qué te pasa? —pregunta ella con la voz entrecortada de los que acaban de despertarse. Sin esperar la respuesta se levanta para cambiarse. —Tenés feo aspecto. ¿Te tomaste la temperatura?
—No me siento muy bien —comenta él. Su voz suena sin energía. Mueve la boca como para decir algo más. Las palabras no acuden. Tiene en la mano un aparato pequeño, similar a un ipod. Varios cables salen del aparato, alguno se le meten por debajo de la camiseta. Laura, acostumbrada a los desvelos de Marcos por el aparato, no presta atención. A continuación toma el labial y desparrama rojo fuerte sobre labios generosos. Marcos, en el umbral de la habitación, luce como un espectro; dubitativo, silencioso, atiende cada movimiento de ella. “¿Por qué no te tomás la temperatura?”, insiste Laura. Sus ojos van del espejo a él. “Por Dios, lucís terrible”. Parece preocupada. Deja el labial en la cómoda y se acerca a Marcos, que continúa de pie junto a la cama.
“Ay, tonto, ¿qué te pasa? Dejame ver si tenés fiebre”, anticipa para sí Marcos. Apenas un instante luego Laura le toca la frente. Al sentir el roce de los dedos Marcos retrocede. Lleva una mano a su pecho, como si quisiera sosegar el corazón que se le acelera.
—Ay, tonto, ¿qué te pasa? Dejame ver si tenés fiebre —dice ella, con tono de leve reproche.
—No me pasa nada —responde él, pensativo. Las palabras de ella, las mismas palabras... Una palabra. Una sílaba. El tono de su voz. Si pudiera cambiar algo...
—No, no tenés fiebre —dice Laura al fin. Su preocupación aumenta al ver como los ojos se de él se ponen vidriosos—. Marcos... ¿Qué te pasa? No te afeitaste, tampoco te has bañado. Raro en vos. ¿Tenés algo? ¿Me querés contar?
Marcos se seca los ojos con el revés de la camiseta.
—Es que... estamos estancados con las investigaciones. Tenemos un punto sin resolver. De no superarlo todo habrá sido en balde. Todo... —y con el último “todo”se le quiebra la voz.
—Pero cómo que están estancados. Hasta hace unos días venían genial. ¿Acaso no lograron ir hacia atrás?
—Hace unos días... vos me hablás de días atrás como si eso fuera hace poco, pero para mí es como si ya hubiesen pasado meses...
—Qué exagerado, siempre el mismo... A ver, decíme algo: ¿Se puede o no se puede ir hacia atrás?
—Tan sólo medio día —contesta Marcos con amargura—. Doce horas. Nada más.
Laura deja escapar una risita.
—¡Pero mirá que te amargás al divino botón! Ya van a resolver lo de las horas. ¿No te das cuenta que lograron algo único? ¡Ir hacia atrás! Increíble...
—Hay un agujero ahí... un pozo del que se nos hace imposible salir—la interrumpe Marcos.
Laura, sin decir nada, lo observa durante breves instantes.
“Cómo te cuesta disfrutar tus logros”, las palabras suenan como ecos premonitorios en la cabeza de Marcos.
—¡Cómo te cuesta disfrutar tus logros! —dice ella, sin sospechar que él ya anticipó sus palabras—. Sos tan grande Marcos, tan genial. Lograste mucho. ¡Muchísimo! ¿Cuándo vas a hacerte cargo de tu realidad?
“Quedáte conmigo hoy. No te vayas”, piensa él mientras la oye. Suspira al recordar que es inútil martirizarse: ella tiene que partir. “Acontecimiento fijo”, recordó. “Tiene que partir”.
Laura deja que el camisón se deslice fuera de su cuerpo, exhibiendo sin pudor la sensualidad de sus formas. Marcos está agotado, aún así siente que se excita. “Ya no haremos el amor”, piensa, y su miembro recupera la flaccidez. No hace más que verla mientras se viste. Ella se está subiendo el cierre de la falda cuando a Marcos se le ocurre algo y, sin que ella lo note, toma de la cómoda el cepillo para el pelo y lo lleva al cuarto de baño. Al salir la ve revolviendo los cajones de la cómoda. Laura no encuentra lo que busca. En un gesto comṕun en ella cuando se pone nerviosa, adelanta el labio inferior y sopla. El flequillo levanta vuelo. Al ratito deja de buscar y toma de entre la ropa fina a una delicada blusa celeste. “Se puso la blusa antes de peinarse. Acontecimiento nuevo. Variable”, se ilusiona Marcos, y casi al mismo tiempo cae presa de la desilusión: sabe que esas pequeñas cosas nada cambian, que el cambio no está en los acontecimientos variables sino en los fijos. “Cambia un acontecimiento fijo y cambiarás la historia”, se repetían con Miroslav cuando investigaban. Estaban seguros que esa frase que, al igual que lo que habían inventado, habría de inmortalizarse. Sus deseos quedarían truncados cuando el destino, esa serpiente de innumerables cabezas, mostrase su talante más oscuro la tarde que, en Bonpland y Costa Rica, un vehículo fuera de control habría de generar la huella indeleble, una herida incurable. Un inmodificable acontecimiento fijo.
—¿Tenés idea de adónde puede estar el cepillo? —pregunta Laura cuando va por el tercer botón de la blusa.
—Creo que lo vi en el baño —dice él al salir de la habitación. Atraviesa el living y llega al pequeño cuarto de servicio, su lugar de trabajo luego del Centro de Investigaciones de la Universidad Nacional de Ciencias. El aire viciado le pone una mano invisible en la cara y tose. La única ventana que da a un pulmón está cerrada. Sobre el escritorio se desparraman papeles entre tazas vacías y manchas de café. Las computadoras —la de escritorio y la notebook— están encendidas. Lapiceras, reglas, compases, una máquina de calcular, todo en armónico desorden, como si cada pequeña porción de desarreglo formase parte de otra cosa superior y agraciada. Marcos deja sobre una bandeja plástica el aparato que luce un ipod. Una vez que toma asiento centra su atención en la PC. A gran velocidad el mouse abre y cierra archivos. Los números llueven en la pantalla, las fórmulas se empujan unas a otras, mueren y nacen de nuevo, y marcan cada vez que son modificadas. Mientras Laura termina de arreglarse para ir a trabajar al estudio contable de Palermo, Marcos repasa cinco o seis veces los números que conoce de memoria. No halla fallas ni posibilidades de mejora. Sin saber que hacer cierra los ojos, los aprieta todo lo que puede. Los recuerdos aprovechan y se le meten por las resquebrajaduras de su ánimo. Se ve a sí mismo y a Miroslav Grevovsnian, su socio en innumerables desvelos. Están frente a una jaula cerrada. Dentro, un cobayo muerto. “Es la sexta vez que muere”, se oye decir. “Sólo se muere una vez”, lo corrige Miroslav, y agrega: “es la misma herida que se repite. Hemos creado una marca. La marca inamovible de la muerte”. “Muerte. Acontecimiento inamovible”, piensa Marcos.
Sacude la cabeza y está de nuevo en su casa, en el cuarto de servicio. Deja caer con fuerza el puño sobre el escritorio. El aparato salta sobre la bandeja plástica, una tasa rueda y Marcos la ataja antes de que caiga. Algo de café se vuelca sobre una hoja y el marrón oscuro devora números inútiles.
—¿Pasó algo? —llega desde lejos la voz de Laura. La mano le cosquillea donde dio el golpe. Calla.
—Marcos, ¿estás bien?— insiste ella.
—Si, no pasó nada —dice Marcos finalmente—. “No pasa nada”, reflexiona.
Laura aparece de pronto en la puerta del cuarto. Marcos, embobado en sus pensamientos, se sobresalta al verla llegar.
—¿No vas a la universidad?
—Si, en un rato —responde él apenas se recompone—. Avisé que llegaría más tarde. Quiero dedicarle algo de tiempo a unas anotaciones.
—Bueno, pero recordá afeitarte, y ponéte el traje lindo que hoy te van a dar el premio. Yo salgo un rato antes del estudio, te veré allá.
Marcos fuerza la sonrisa y asiente. Laura lo besa en la boca, luego le acaricia la mejilla áspera. “No te vayas”, piensa él, y no dice nada. Los tacos resuenan al alejarse. Podría intentar convencerla de que se quede con él, decirle lo que sucederá en Bonpland y Costa Rica horas más esa tarde, o hasta impedirle la salida por la fuerza. Podría intentar muchas cosas, pero sabe que no puede hacer nada. Se limita entonces a oír la puerta de calle al cerrarse.
Está solo.
“Ocho y treinta y cuatro deben ser”, piensa luego de unos minutos de ensoñación. No necesita confirmar la hora: tiene la seguridad de que son las ocho y treinta y cuatro de la mañana. “Las fórmulas, debo revisarlas de nuevo”. Sabe que es en vano, que ha revisado todo lo que tenía que revisar, que nada podrá cambiar lo que nunca cambiará. Aún así hará de nuevo lo que ya ha hecho en innumerables ocasiones. Confundido y agotado, cierra por unos instantes los ojos. El recuerdo del cobayo regresa. Miroslav y él sincronizan los relojes mientras el animalito, exultante de salud, va y viene por la jaula. A un costado del escritorio el aparato con forma de ipod descansa. Rodeado de electrodos, luce como un molusco artificial. El pulso de Marcos le juega una mala pasada y la libreta llena de formulas —todas tachadas menos una— le tiembla en la mano. A Miroslav, en cambio, se lo ve tranquilo. Marcos se aferra a un deseo. Miroslav espera lo peor, porque sabe. Siendo casi las veintiuna y quince —las mismas veintiuna y quince de siempre— el cobayo se queda inmóvil, segundos luego cae. Está muerto. No necesitan corroborarlo: saben que murió de nuevo. Marcos putea, toma el bolígrafo y tacha la última fórmula que quedaba en la libreta, con tanta brusquedad que desgarra la hoja. “¡Pero cómo carajo es posible, si ésta vez no lo hemos envenenado!”, exclama indignado. “Ésta vez no, pero lo hicimos en otra oportunidad”, agrega Miroslav, lúcido en su resignación. “Y cuando lo hicimos creamos la huella. Si lo matamos una vez, lo matamos todas”. Marcos escucha cabizbajo, luego toma nota en la libreta. Obserbva de reojo al aparatito: el contador está detenido en doce. “Doce horas, cero minutos desde el último viaje hacia atrás: el cobayo ha muerto por séptima vez”, anota, y a continuación pone: “Muerte. Acontecimiento fijo”. Observa al cobayo muerto. Decepcionado, menea la cabeza. Miroslav le palmea la espalda. “Dejálo ir”, le dice. “Es inútil, no te hagas malasangre. Ya vamos a resolver las inconsistencias. Ahora, dejálo ir”.
Marcos menea la cabeza de nuevo, esta vez para espantar los recuerdos. Tanco Miroslav como el cobayo se esfuman. De regreso en el cuarto de servicio, observa el monitor. Nueve y cincuenta. “El tiempo también se esfuma”, piensa alarmado. Se apura a revisar las fórmulas. “El tiempo perdido nunca se recupera”, le susurra Miroslav desde donde quiera que se encuentre. “¡Qué sí! ¡Se puede recuperar, carajo!” grita Marcos, sin que nadie pueda escucharlo. “¡Se puede recuperar! ¡Se puede, mierda! ¡Se puede!”, repite, como si quisiera convencerse a si mismo y al universo que lo rodea. Luego el silencio se hace más espeso. Respira profundo, varias veces. Calmado, carga nuevos datos en la computadora; intenta ampliar conceptos, romper paradigmas. Durante horas todos sus intentos lo ponen de regreso en el punto de partida. Exhausto, recuerda las veces que imaginó ir hacia atrás con ella. Tenía intención de soprenderla con un regalo fantástico para el festejo de la primer década juntos. Podrían haber estado ambos en la Italia actual y, en un abrir y cerrar de ojos, tener frente a ellos a la Antigua Roma. O estar junto a las ruinas de Machu Picchu en un momento, y al siguiente tenerlas en todo su esplendor... Pero las doce horas nunca dejaron de ser un límite, jamás pudo superar las inconsistencias. Más allá de eso Marcos no se resigna. En el monitor la voracidad del reloj no se detiene y engulle minutos uno tras otro. “No cabe pensar más justo castigo que robarle las horas al que se ha creído dueño del tiempo”, medita, y una sonrisa triste asoma a través de sus labios. Se salteó el almuerzo. ¿Hace cuánto que no come? “Sólo hoy”, piensa, y ríe como un perturbado. De a ratos el sopor lo embarga, y el breve letargo le escamotea instantes que habrá de sufrir luego. Siente que no puede más, le duelen la piel y los huesos bajo ella. Hace un enorme esfuerzo para concentrarse en el aparato sobre la bandeja. Pequeño, le cabe en una mano. Está a punto de tomarlo cuando el sonido del celular lo sobresalta. “Diecisiete y cuarenta y seis. Ya las seis menos cuarto”, se dice, sin molestarse en corroborar la hora. Sabe que la hora es esa y no otra, porque a esa hora, ese día, siempre, el celular habrá de sonar. “Hoy no atenderé”, piensa, y recuerda que el celular sonó por primera vez a las diecisiete y cuarenta y seis cuando ingresaba a la universidad para recibir el premio; fatales diecisiete y cuarenta y seis en las que una voz anónima, tan anónima como el individuo que perdió el control del auto en Bonpland y costa Rica, le detallaría con sorprendente capacidad de síntesis la forma en que su vida había quedado arruinada. El celular ha dejado de de sonar. Se hace un silencio profundo en la soledad del cuarto de servicio. “No durará mucho”, piensa, y va hasta living, hacia el teléfono fijo. Se apura a descolgarlo antes de que suene. Es inevitable, de no descolgarlo sonará, suena siempre después de no atender el móvil. Minutos luego un mensaje de texto irrumpe en el celular. “No Miroslav, no estoy atrasado”, deja escapar en un susurro, y borra al mensaje sin siquiera leerlo. “Te estoy esperando. ¿Estás atrasado?”, eran las palabras que borró sin leer, las mismas que había borrado tantas veces a la misma hora el mismo día. En un ataque de ira arroja el celular contra la pared. Salta la pintura, el teléfono cae deshecho. Ensañado, pisa lo que queda, lo hace con fuerza, varias veces, hasta verlo hecho polvo. “Te vas a restaurar”, repite mientras descarga su impotencia. “Te vas a restaurar”, insiste. “Te vas a restaurar”.
De golpe nota que tiene en una mano el aparato que semeja un ipod, eso lo rescata del enojo. No recuerda cuando lo agarró de la bandeja, pero no se detiene a pensar en ello. A través del ventanal del living ve que las primeras sombras oscurecen el celeste del cielo, que hasta instantes atrás lucía imbatible. Levanta el aparato hasta la altura de sus ojos, presiona algunos números. Está marcando la cifra grabada a fuego en su memoria, corresponde a la fecha y hora exactas en las que conoció a Laura en aquel pub de Belgrano donde ahora hay un gimnasio. “Diecicho de mayo de mil novecientos noventa y ocho, cerca de las diez de la noche, te hablé por primera vez”. Los números, inmaculados, perfectos, relucen en la pequeña pantalla. Son las horas que han transcurrido desde esa fecha. Exactamente ochenta y cinco mil doscientas noventa y tres horas, todas las que necesita para restablecer aquella primera vez. Pulsa enter y en un instante los ochenta mil y pico se dispersan; en su lugar queda un número doce, tan sólo un doce. Junto a los ochenta mil y tantos se han esfumado Machu Picchu, la Antigua Roma y, al menos para él, todo lo que importa.
Marcos toma con habilidad los electrodos que cuelgan del aparato. Acostumbrado a manipularlos, se pasa uno por debajo de la camiseta y el plástico frío, como la boca de un bebé hambriento, se le adhiere a la tetilla del lado del corazón. Lleva otro hasta la sien derecha, un tercero al cuello. Luego deambula un rato por el departamento, hasta que, como conducido por una fuerza invisible, acaba en el dormitorio de pie junto a la cama. Una luz tenue atraviesa las cortinas. La cama está hecha, el acolchado terso y suave lo invita a recostarse. Está tan cansado...
“Dejála ir”, cree escuchar una voz lejana, hasta siente una mano amiga que le palmea la espalda. “Es inútil, dejála ir”.
“No”, se dice, y aprieta los labios. Observa el despertador. Diecinueve y diez. En su mano el aparato marca las doce horas. Respira hondo. Sin pensarlo, tembloroso, presiona el enter. Lento al principio, más veloz luego, todo a su alrededor se mueve. Colores que se estiran y entremezclan, formas que pierden consistencia, como si habitase un mundo de goma ablandado por el ardor de una estrella. Cierra los ojos, sabe que de esa manera no habrá de marearse. Al borde de la inconciencia comienza a contar hacia atrás. Empieza por el doce... once... diez...
Tres.
Dos.
Uno.
Siete y diez de la mañana.
Laura abre los ojos.
De pie junto a la cama Marcos la observa.



Daniel Gatti.

jueves, 1 de octubre de 2009

Falta Práctica

-Vamos a un lugar más tranquilo- le digo y me mira- No me mires así, no te trato de boluda. ¿Vamos a un telo? ¿Te parece más caballero?

-No sé, pero más sincero seguro.

Si igual me dice que sí, ¿para qué me jode? Y ahora camina a mi lado. Y: “No quiero que pienses cosas que no son”, y: “¿En qué pensás?” y yo en lo único que pienso es en que por favor no me falle y un poco en mi esposa, en María, pero un poco nada más y la puta que son caros estos telos. Entramos. La habitación más barata no porque seguro se siente insultada y la más cara… bueno, che, tampoco es mi mujer.

La luz opaca del pasillo me hace pensar que si se aleja un poco la voy a perder. Me meto primero en la habitación. Grito, Hay alguien. ¡Soy yo en el espejo, qué boludo, pero qué boludo, eh! Ya pasó, tranquilo, tranquilo. Ella ni cuenta se da, porque pasa directo al baño. Dejo el saco en una silla y me acerco a la mesita de luz, pruebo la música: Shakira, reggaeton, y… qué lindo el silencio, qué poético. La espero. Sentado, parado, acostado como una diva. ¿Qué mierda esta haciendo en el baño? Me palpo los bolsillos, nada. Agarro el que ofrecen en el hotel y lo guardo. Ya sé, ya sé, uno solo es poca autoestima… pero es lo que hay.

Ella aparece y está abstraída de todo, se acerca directo a mí y pretende tenerme cerca.

-¿Qué pretende usted de mi, canalla?- le digo cubriéndome el pecho con ambas manos.

Me mira haciendo un gesto de desconcierto. Dijeron los chicos que estos chistes no son oportunos, pero sigo como si nada. Roza con su mano mi pecho, y es tan extraño sentir una mano diferente a la de María, que dicho sea de paso si se entera me mata. Trato de relajarme, de irme con ella, que no sé su nombre que sé su piel, y me abraza, me susurra algo al oído.

-Mujer, hablá más fuerte. No te escucho nada.

Ella sigue, porque ni siquiera le importa contestarme, y ya esta lejos, tan lejos, veo como se distancia de mi, dulce y bella… ¡La puta madre, está abajo! Bueno, concentrate… Ejem… Las piernas de mi suegro… y algo más…. ¡Algo! ¡Concentrate!

Sube, me mira, acaricia bajando con las manos, recorriendo la habitación de pared a pared. Hace conmigo lo que quiere, me muerde, me empuja. Y la verdad… la estoy pasando mal.

-Disculpame, me tengo que ir, ejem… ¿Querés darme tu número? O no… No importa, bueno, no sé. ¿Te alcanzo a algún lado?

-¿Estás loco? ¿Cómo que te vas?

-Me voy, ¿te alcanzo a algún lugar o no?

-Bueno, no, mejor dejá, me voy sola. No, no te doy mi número- me dice encogiéndose de hombros, tratando de entender-. ¿Hice algo mal?

-Viene complicado, che. No, no hiciste nada malo, son temas míos, ¿flashes… se dice ahora? Estoy casado, estoy fuera de entrenamiento digamos, y no me siento bien haciendo esto. ¿Queda todo mas claro?

-Sí, gracias, andate a la mierda por favor. ¿Pagás vos me quiero imaginar?

-Obvio que sí.

Salgo a la calle. ¡Qué frío, che!, y esta campera no abriga. ¿Qué hice para estar así? Camino por Sarmiento, en el cruce con Rodríguez Peña está el bar y seguramente los chicos.

-¡Mirá quién llega!- dice Leo que es el primero en verme.

-¿Cómo andan?- les pregunto mientras me acerco

-Todo bien, Nachito. Vení, sentate- Joaquín me señala una silla-. ¿Vos como andás?

-¡Qué sé yo! No sé. Bien, supongo. Bueno, el tema es el siguiente, muchachos: me tengo que separar. Tienen razón, necesito vivir sin María, por lo menos por un tiempo.



Ayelen Lecman.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Punto Final

Estaba a un paso de ponerle punto final al texto cuando los golpes en la puerta sonaron desesperados. Me incorporé, giré y caminé molesto hacia la entrada. Tenía que conocer al verdugo de aquella puerta de hotel que me separaba del mundo. Habitación 304, pensé. ¿Hace cuanto vivo aquí? Dos años, repetí en mi cabeza.

- ¿Quién mierda golpea? –grité, apoyando el ojo en la mirilla.

Reinó el silencio y, frente a mi ojo inquieto, unos labios rojos como la sangre dejaban vislumbrar dos pequeñas paletas blancas como la nieve. Sangre y nieve. No me alcanzaron las manos para sacar la cadena de seguridad, abrocharme el pantalón y alinear mi imagen para recibir a esta señorita tan interesante. Interesante porque parecía bella. Interesante porque golpeaba a la puerta 304. Mi puerta, no otra.

- ¿En qué apuro se encuentra la preciosa dama, para dar tremendos golpes? -sonreí galante.

- On me persuit. Laisse moi entrer -dijo agitada.

- Habla francés la señorita. Passez vous, mademoiselle -dije con muy mala pronunciación y abrí la puerta, invitándola.

- Hablo español también, se sacó el abrigo y, haciendo a un lado unos periódicos, se sentó en el sofá.

- ¿Qué le hizo pensar que confiaría en una francesa y no en una argentina?

- El hecho que estamos en Buenos Aires, que usted es escritor, que está convencido que todavía vive en Francia y que no podía explicarle en tan poco tiempo que soy más suya de lo que usted cree. ¿Me va a ofrecer algo para beber, ou jem´en sers toute seule?

- Ahora sí me arrepiento de haber abierto la puerta. ¿Una copa de vino o algo fresco?

- ¿Vous avez vu? Vino tinto, gracias.

- Le puedo pedir que me explique porque tocó a mi puerta con tanto apremio -dije calmo mientras pensaba si quedaría alguna copa limpia.

- Au temps le temps -contestó mostrando otra vez la blancura de sus dientes.

Estaba extrañado, pero había algo en ella que me transmitía tranquilidad. Como si de alguna manera perteneciéramos al mismo mundo. Tomé la última copa limpia del armario que hacia las veces de cocina, serví vino y caminé hacia mi escritorio para llenar la otra copa, la mía. Me detuve un segundo a gozar de la pila de hojas que, desde esa tarde, eran mi última novela terminada. Sonreí y regrese a mi dama francesa con ambas copas y la botella. Le ofrecí una. La tomó y bebió el contenido de un solo trago. La llene por segunda vez y me senté. Observé la marca del lápiz labial que había quedado tatuada en el vidrio como un beso delator, y busqué en mi pasado la última vez que había compartido una botella de vino con una mujer así.

- ¿Qué la trae a mi palacio porteño-francés, mademoiselle?

- Estoy un poco cansada. Si no le importa voy a dormir.

- ¿Acaso le interesa si me importa? No creo tener muchas posibilidades de decirle que no.

- Sí, me interesa su opinión y más de lo que cree. Sin embargo, tiene razón, no hay posibilidad de que me contradiga -dijo recostándose -Y menos ahora que he podido encontrarlo.

- Insisto en contradecirla -dije nervioso -La idea de que una extraña golpee a mi puerta, tome mi vino y se duerma en mi sillón, no es algo que ocurra todos los días.

- Entonces podría quedarme recostada y conversar así un tiempo. Usted decide cómo sigue esta historia, pero yo puedo agregar algunas modificaciones. ¿Le parece?

- Suena justo -dije- ¿Cuál es el motivo de su grata intromisión en mis dominios? Dijo que la perseguían. ¿Se puede saber quiénes?

- Una mentira piadosa. Lo primero que se me ocurrió para que abriera su puerta. Mi objetivo era estar aquí. Hasta ahora lo he logrado.

- La felicito. Veo que cuando quiere algo, lo toma sin reparo alguno.

- Ni tanto ni tan poco. Pero soy astuta. La vida que llevo me ha enseñado mucho y, en lo que se refiere a mi supervivencia, soy capaz de cualquier cosa. Instinto, dicen.

- ¿Supervivencia? Me está haciendo sentir demasiado importante. Cuidado que puedo ser más ególatra de lo que parezco. No le conviene alimentar ese aspecto mío.

- Lo tengo claro. Aunque tal vez, centrarlo en usted mismo y brindarle esa sensación de confort, sea parte de mi estrategia para conseguir algo más importante que haber entrado en su dormitorio.

- Con lo dicho acaba de desandar los pasos que había avanzado. ¿Acaso hay cambio de estrategia?

- Para nada, Horacio.

- Veo que sabe mi nombre. Lo extraño es que no me asombra.

- Está entonces más relajado.

- Puede ser. Ahora que estoy más relajado, merecería saber su nombre y acercarme a la verdad que esconde su visita.

- Se siente merecedor de lo que le pertenece. Es natural.

- No dije que me perteneciera, si no que mi actitud podría ser correspondida con algunas respuestas.

- Es verdad. Yo lo dije y no usted. Y lo dije yo, porque sí le pertenezco.

- Entonces, si usted me pertenece: que se haga mi voluntad. ¿Cómo se llama? ¿A que vino? ¿Qué me impide tomarla del brazo y echarla a patadas?

- Justo la actitud que esperaba. Dominante. El dueño. El creador. Aunque ciego, sordo y desatento. Soy Emmanuèle, Horacio -dijo, se levantó y fue directo a mi escritorio.

- ¡¿Emmanuèle?! ¿Qué hacés acá? Es imposible. Vos no podés estar... Si yo…

- Es posible. Acá estoy. No es casualidad que estés a un paso de ponerle punto final a esta novela y yo golpee a tu puerta. ¿No te pareció extraño? ¿No sentiste alguna conexión? -tomó la novela y la apretó contra el pecho.

- Sí. No. En realidad no sé… Había algo… No sabría explicarlo.

- Soy tuya. Soy vos. Soy yo y vos, tu creación. Lo que quisiste crear para mí, para ti. Sin que yo pudiera hacer nada al respecto. Sin que yo pudiera opinar hasta que no estuviera todo dicho. Y dicho todo, vengo a cambiar algunos detalles. Lo que de vos a mí, no quiero ser yo.

- Pero… -quedé mudo. Me recosté en el sofá. Emmanuèle. Es hermosa. Es mía. Está aquí, pensé.

- Pero… nada, Horacio. Llegué y me voy a quedar. No podés hacer nada. Lo que pasa en tu ficción, pasa en mi realidad y seguirá pasando por el resto de mi vida, cada vez que alguien abra las cubiertas de nuestro libro. No quiero lo que creaste para mí. No me interesa esa pocilga parisina en la Rue de la Martine. No quiero ver morir a mi hijo. Nunca estuve enamorada de vos y, mucho menos, salté por eso.

(Fin de la conversación y comencé a rescribir la novela).


Sebastián Correa.