domingo, 4 de octubre de 2009

Doce Horas Atrás

Tres.
Dos.
Uno.
Siete y diez de la mañana.
Laura abre los ojos y ve a Marcos que, de pie junto a la cama, la observa.
—¿Qué te pasa? —pregunta ella con la voz entrecortada de los que acaban de despertarse. Sin esperar la respuesta se levanta para cambiarse. —Tenés feo aspecto. ¿Te tomaste la temperatura?
—No me siento muy bien —comenta él. Su voz suena sin energía. Mueve la boca como para decir algo más. Las palabras no acuden. Tiene en la mano un aparato pequeño, similar a un ipod. Varios cables salen del aparato, alguno se le meten por debajo de la camiseta. Laura, acostumbrada a los desvelos de Marcos por el aparato, no presta atención. A continuación toma el labial y desparrama rojo fuerte sobre labios generosos. Marcos, en el umbral de la habitación, luce como un espectro; dubitativo, silencioso, atiende cada movimiento de ella. “¿Por qué no te tomás la temperatura?”, insiste Laura. Sus ojos van del espejo a él. “Por Dios, lucís terrible”. Parece preocupada. Deja el labial en la cómoda y se acerca a Marcos, que continúa de pie junto a la cama.
“Ay, tonto, ¿qué te pasa? Dejame ver si tenés fiebre”, anticipa para sí Marcos. Apenas un instante luego Laura le toca la frente. Al sentir el roce de los dedos Marcos retrocede. Lleva una mano a su pecho, como si quisiera sosegar el corazón que se le acelera.
—Ay, tonto, ¿qué te pasa? Dejame ver si tenés fiebre —dice ella, con tono de leve reproche.
—No me pasa nada —responde él, pensativo. Las palabras de ella, las mismas palabras... Una palabra. Una sílaba. El tono de su voz. Si pudiera cambiar algo...
—No, no tenés fiebre —dice Laura al fin. Su preocupación aumenta al ver como los ojos se de él se ponen vidriosos—. Marcos... ¿Qué te pasa? No te afeitaste, tampoco te has bañado. Raro en vos. ¿Tenés algo? ¿Me querés contar?
Marcos se seca los ojos con el revés de la camiseta.
—Es que... estamos estancados con las investigaciones. Tenemos un punto sin resolver. De no superarlo todo habrá sido en balde. Todo... —y con el último “todo”se le quiebra la voz.
—Pero cómo que están estancados. Hasta hace unos días venían genial. ¿Acaso no lograron ir hacia atrás?
—Hace unos días... vos me hablás de días atrás como si eso fuera hace poco, pero para mí es como si ya hubiesen pasado meses...
—Qué exagerado, siempre el mismo... A ver, decíme algo: ¿Se puede o no se puede ir hacia atrás?
—Tan sólo medio día —contesta Marcos con amargura—. Doce horas. Nada más.
Laura deja escapar una risita.
—¡Pero mirá que te amargás al divino botón! Ya van a resolver lo de las horas. ¿No te das cuenta que lograron algo único? ¡Ir hacia atrás! Increíble...
—Hay un agujero ahí... un pozo del que se nos hace imposible salir—la interrumpe Marcos.
Laura, sin decir nada, lo observa durante breves instantes.
“Cómo te cuesta disfrutar tus logros”, las palabras suenan como ecos premonitorios en la cabeza de Marcos.
—¡Cómo te cuesta disfrutar tus logros! —dice ella, sin sospechar que él ya anticipó sus palabras—. Sos tan grande Marcos, tan genial. Lograste mucho. ¡Muchísimo! ¿Cuándo vas a hacerte cargo de tu realidad?
“Quedáte conmigo hoy. No te vayas”, piensa él mientras la oye. Suspira al recordar que es inútil martirizarse: ella tiene que partir. “Acontecimiento fijo”, recordó. “Tiene que partir”.
Laura deja que el camisón se deslice fuera de su cuerpo, exhibiendo sin pudor la sensualidad de sus formas. Marcos está agotado, aún así siente que se excita. “Ya no haremos el amor”, piensa, y su miembro recupera la flaccidez. No hace más que verla mientras se viste. Ella se está subiendo el cierre de la falda cuando a Marcos se le ocurre algo y, sin que ella lo note, toma de la cómoda el cepillo para el pelo y lo lleva al cuarto de baño. Al salir la ve revolviendo los cajones de la cómoda. Laura no encuentra lo que busca. En un gesto comṕun en ella cuando se pone nerviosa, adelanta el labio inferior y sopla. El flequillo levanta vuelo. Al ratito deja de buscar y toma de entre la ropa fina a una delicada blusa celeste. “Se puso la blusa antes de peinarse. Acontecimiento nuevo. Variable”, se ilusiona Marcos, y casi al mismo tiempo cae presa de la desilusión: sabe que esas pequeñas cosas nada cambian, que el cambio no está en los acontecimientos variables sino en los fijos. “Cambia un acontecimiento fijo y cambiarás la historia”, se repetían con Miroslav cuando investigaban. Estaban seguros que esa frase que, al igual que lo que habían inventado, habría de inmortalizarse. Sus deseos quedarían truncados cuando el destino, esa serpiente de innumerables cabezas, mostrase su talante más oscuro la tarde que, en Bonpland y Costa Rica, un vehículo fuera de control habría de generar la huella indeleble, una herida incurable. Un inmodificable acontecimiento fijo.
—¿Tenés idea de adónde puede estar el cepillo? —pregunta Laura cuando va por el tercer botón de la blusa.
—Creo que lo vi en el baño —dice él al salir de la habitación. Atraviesa el living y llega al pequeño cuarto de servicio, su lugar de trabajo luego del Centro de Investigaciones de la Universidad Nacional de Ciencias. El aire viciado le pone una mano invisible en la cara y tose. La única ventana que da a un pulmón está cerrada. Sobre el escritorio se desparraman papeles entre tazas vacías y manchas de café. Las computadoras —la de escritorio y la notebook— están encendidas. Lapiceras, reglas, compases, una máquina de calcular, todo en armónico desorden, como si cada pequeña porción de desarreglo formase parte de otra cosa superior y agraciada. Marcos deja sobre una bandeja plástica el aparato que luce un ipod. Una vez que toma asiento centra su atención en la PC. A gran velocidad el mouse abre y cierra archivos. Los números llueven en la pantalla, las fórmulas se empujan unas a otras, mueren y nacen de nuevo, y marcan cada vez que son modificadas. Mientras Laura termina de arreglarse para ir a trabajar al estudio contable de Palermo, Marcos repasa cinco o seis veces los números que conoce de memoria. No halla fallas ni posibilidades de mejora. Sin saber que hacer cierra los ojos, los aprieta todo lo que puede. Los recuerdos aprovechan y se le meten por las resquebrajaduras de su ánimo. Se ve a sí mismo y a Miroslav Grevovsnian, su socio en innumerables desvelos. Están frente a una jaula cerrada. Dentro, un cobayo muerto. “Es la sexta vez que muere”, se oye decir. “Sólo se muere una vez”, lo corrige Miroslav, y agrega: “es la misma herida que se repite. Hemos creado una marca. La marca inamovible de la muerte”. “Muerte. Acontecimiento inamovible”, piensa Marcos.
Sacude la cabeza y está de nuevo en su casa, en el cuarto de servicio. Deja caer con fuerza el puño sobre el escritorio. El aparato salta sobre la bandeja plástica, una tasa rueda y Marcos la ataja antes de que caiga. Algo de café se vuelca sobre una hoja y el marrón oscuro devora números inútiles.
—¿Pasó algo? —llega desde lejos la voz de Laura. La mano le cosquillea donde dio el golpe. Calla.
—Marcos, ¿estás bien?— insiste ella.
—Si, no pasó nada —dice Marcos finalmente—. “No pasa nada”, reflexiona.
Laura aparece de pronto en la puerta del cuarto. Marcos, embobado en sus pensamientos, se sobresalta al verla llegar.
—¿No vas a la universidad?
—Si, en un rato —responde él apenas se recompone—. Avisé que llegaría más tarde. Quiero dedicarle algo de tiempo a unas anotaciones.
—Bueno, pero recordá afeitarte, y ponéte el traje lindo que hoy te van a dar el premio. Yo salgo un rato antes del estudio, te veré allá.
Marcos fuerza la sonrisa y asiente. Laura lo besa en la boca, luego le acaricia la mejilla áspera. “No te vayas”, piensa él, y no dice nada. Los tacos resuenan al alejarse. Podría intentar convencerla de que se quede con él, decirle lo que sucederá en Bonpland y Costa Rica horas más esa tarde, o hasta impedirle la salida por la fuerza. Podría intentar muchas cosas, pero sabe que no puede hacer nada. Se limita entonces a oír la puerta de calle al cerrarse.
Está solo.
“Ocho y treinta y cuatro deben ser”, piensa luego de unos minutos de ensoñación. No necesita confirmar la hora: tiene la seguridad de que son las ocho y treinta y cuatro de la mañana. “Las fórmulas, debo revisarlas de nuevo”. Sabe que es en vano, que ha revisado todo lo que tenía que revisar, que nada podrá cambiar lo que nunca cambiará. Aún así hará de nuevo lo que ya ha hecho en innumerables ocasiones. Confundido y agotado, cierra por unos instantes los ojos. El recuerdo del cobayo regresa. Miroslav y él sincronizan los relojes mientras el animalito, exultante de salud, va y viene por la jaula. A un costado del escritorio el aparato con forma de ipod descansa. Rodeado de electrodos, luce como un molusco artificial. El pulso de Marcos le juega una mala pasada y la libreta llena de formulas —todas tachadas menos una— le tiembla en la mano. A Miroslav, en cambio, se lo ve tranquilo. Marcos se aferra a un deseo. Miroslav espera lo peor, porque sabe. Siendo casi las veintiuna y quince —las mismas veintiuna y quince de siempre— el cobayo se queda inmóvil, segundos luego cae. Está muerto. No necesitan corroborarlo: saben que murió de nuevo. Marcos putea, toma el bolígrafo y tacha la última fórmula que quedaba en la libreta, con tanta brusquedad que desgarra la hoja. “¡Pero cómo carajo es posible, si ésta vez no lo hemos envenenado!”, exclama indignado. “Ésta vez no, pero lo hicimos en otra oportunidad”, agrega Miroslav, lúcido en su resignación. “Y cuando lo hicimos creamos la huella. Si lo matamos una vez, lo matamos todas”. Marcos escucha cabizbajo, luego toma nota en la libreta. Obserbva de reojo al aparatito: el contador está detenido en doce. “Doce horas, cero minutos desde el último viaje hacia atrás: el cobayo ha muerto por séptima vez”, anota, y a continuación pone: “Muerte. Acontecimiento fijo”. Observa al cobayo muerto. Decepcionado, menea la cabeza. Miroslav le palmea la espalda. “Dejálo ir”, le dice. “Es inútil, no te hagas malasangre. Ya vamos a resolver las inconsistencias. Ahora, dejálo ir”.
Marcos menea la cabeza de nuevo, esta vez para espantar los recuerdos. Tanco Miroslav como el cobayo se esfuman. De regreso en el cuarto de servicio, observa el monitor. Nueve y cincuenta. “El tiempo también se esfuma”, piensa alarmado. Se apura a revisar las fórmulas. “El tiempo perdido nunca se recupera”, le susurra Miroslav desde donde quiera que se encuentre. “¡Qué sí! ¡Se puede recuperar, carajo!” grita Marcos, sin que nadie pueda escucharlo. “¡Se puede recuperar! ¡Se puede, mierda! ¡Se puede!”, repite, como si quisiera convencerse a si mismo y al universo que lo rodea. Luego el silencio se hace más espeso. Respira profundo, varias veces. Calmado, carga nuevos datos en la computadora; intenta ampliar conceptos, romper paradigmas. Durante horas todos sus intentos lo ponen de regreso en el punto de partida. Exhausto, recuerda las veces que imaginó ir hacia atrás con ella. Tenía intención de soprenderla con un regalo fantástico para el festejo de la primer década juntos. Podrían haber estado ambos en la Italia actual y, en un abrir y cerrar de ojos, tener frente a ellos a la Antigua Roma. O estar junto a las ruinas de Machu Picchu en un momento, y al siguiente tenerlas en todo su esplendor... Pero las doce horas nunca dejaron de ser un límite, jamás pudo superar las inconsistencias. Más allá de eso Marcos no se resigna. En el monitor la voracidad del reloj no se detiene y engulle minutos uno tras otro. “No cabe pensar más justo castigo que robarle las horas al que se ha creído dueño del tiempo”, medita, y una sonrisa triste asoma a través de sus labios. Se salteó el almuerzo. ¿Hace cuánto que no come? “Sólo hoy”, piensa, y ríe como un perturbado. De a ratos el sopor lo embarga, y el breve letargo le escamotea instantes que habrá de sufrir luego. Siente que no puede más, le duelen la piel y los huesos bajo ella. Hace un enorme esfuerzo para concentrarse en el aparato sobre la bandeja. Pequeño, le cabe en una mano. Está a punto de tomarlo cuando el sonido del celular lo sobresalta. “Diecisiete y cuarenta y seis. Ya las seis menos cuarto”, se dice, sin molestarse en corroborar la hora. Sabe que la hora es esa y no otra, porque a esa hora, ese día, siempre, el celular habrá de sonar. “Hoy no atenderé”, piensa, y recuerda que el celular sonó por primera vez a las diecisiete y cuarenta y seis cuando ingresaba a la universidad para recibir el premio; fatales diecisiete y cuarenta y seis en las que una voz anónima, tan anónima como el individuo que perdió el control del auto en Bonpland y costa Rica, le detallaría con sorprendente capacidad de síntesis la forma en que su vida había quedado arruinada. El celular ha dejado de de sonar. Se hace un silencio profundo en la soledad del cuarto de servicio. “No durará mucho”, piensa, y va hasta living, hacia el teléfono fijo. Se apura a descolgarlo antes de que suene. Es inevitable, de no descolgarlo sonará, suena siempre después de no atender el móvil. Minutos luego un mensaje de texto irrumpe en el celular. “No Miroslav, no estoy atrasado”, deja escapar en un susurro, y borra al mensaje sin siquiera leerlo. “Te estoy esperando. ¿Estás atrasado?”, eran las palabras que borró sin leer, las mismas que había borrado tantas veces a la misma hora el mismo día. En un ataque de ira arroja el celular contra la pared. Salta la pintura, el teléfono cae deshecho. Ensañado, pisa lo que queda, lo hace con fuerza, varias veces, hasta verlo hecho polvo. “Te vas a restaurar”, repite mientras descarga su impotencia. “Te vas a restaurar”, insiste. “Te vas a restaurar”.
De golpe nota que tiene en una mano el aparato que semeja un ipod, eso lo rescata del enojo. No recuerda cuando lo agarró de la bandeja, pero no se detiene a pensar en ello. A través del ventanal del living ve que las primeras sombras oscurecen el celeste del cielo, que hasta instantes atrás lucía imbatible. Levanta el aparato hasta la altura de sus ojos, presiona algunos números. Está marcando la cifra grabada a fuego en su memoria, corresponde a la fecha y hora exactas en las que conoció a Laura en aquel pub de Belgrano donde ahora hay un gimnasio. “Diecicho de mayo de mil novecientos noventa y ocho, cerca de las diez de la noche, te hablé por primera vez”. Los números, inmaculados, perfectos, relucen en la pequeña pantalla. Son las horas que han transcurrido desde esa fecha. Exactamente ochenta y cinco mil doscientas noventa y tres horas, todas las que necesita para restablecer aquella primera vez. Pulsa enter y en un instante los ochenta mil y pico se dispersan; en su lugar queda un número doce, tan sólo un doce. Junto a los ochenta mil y tantos se han esfumado Machu Picchu, la Antigua Roma y, al menos para él, todo lo que importa.
Marcos toma con habilidad los electrodos que cuelgan del aparato. Acostumbrado a manipularlos, se pasa uno por debajo de la camiseta y el plástico frío, como la boca de un bebé hambriento, se le adhiere a la tetilla del lado del corazón. Lleva otro hasta la sien derecha, un tercero al cuello. Luego deambula un rato por el departamento, hasta que, como conducido por una fuerza invisible, acaba en el dormitorio de pie junto a la cama. Una luz tenue atraviesa las cortinas. La cama está hecha, el acolchado terso y suave lo invita a recostarse. Está tan cansado...
“Dejála ir”, cree escuchar una voz lejana, hasta siente una mano amiga que le palmea la espalda. “Es inútil, dejála ir”.
“No”, se dice, y aprieta los labios. Observa el despertador. Diecinueve y diez. En su mano el aparato marca las doce horas. Respira hondo. Sin pensarlo, tembloroso, presiona el enter. Lento al principio, más veloz luego, todo a su alrededor se mueve. Colores que se estiran y entremezclan, formas que pierden consistencia, como si habitase un mundo de goma ablandado por el ardor de una estrella. Cierra los ojos, sabe que de esa manera no habrá de marearse. Al borde de la inconciencia comienza a contar hacia atrás. Empieza por el doce... once... diez...
Tres.
Dos.
Uno.
Siete y diez de la mañana.
Laura abre los ojos.
De pie junto a la cama Marcos la observa.



Daniel Gatti.

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