martes, 20 de octubre de 2009

Corre Martín corre

Corre, corre por el campo, sus pies desnudos, sus manos pequeñas impulsando sus pasos.

Y Martín corre y corre sin parar.

El tren silba en el andén, anunciando la pronta partida, el adiós, la despedida.

Sus pies saltan un tronco muerto y pisan el pasto fresco, el viento golpea su pelo suelto y los hace flotar.

Una bocanada de vapor inunda el andén, la niña del vestido azul abraza a su padre y llora desconsolada mientras las manos de la madre la toman contra sí, alejándola de él; que parte.

Y corre Martín, con sus pulmones hinchados a reventar. Las lágrimas, manchadas en tierra juegan y dibujan rayos y ríos en sus mejillas ruborizadas y él respira y bufa pero no puede descansar.

La amante abrasa a su amor, aquel quien será su esposo al volver. Sus cuerpos, los dos en uno, inmóviles, en silencio; se yerguen entre el vapor, el gentío, el ruido. Así se despiden, sin palabras.

Los pies desnudos corren sobre un charco y sobre el pedregullo, sobre las ramas secas y el lodo crudo. Los ojos negros abiertos, también hacen fuerza por llegar.

El silbato del guarda separó a la anciana que besaba a la nieta que la despedía, le acarició el largo pelo rubio y le pellizco la mejilla.

Los cuerpos, con sus piernas desaparecidas entre el vapor que resopla la locomotora, se iban acercando a los vagones, como lo hacen los espectros que se dirigen a la eternidad.

Y Martín ya dobla por la calle principal con su remera rota, los pies sucios en barro, la cara inflamada tiznada en tierra, lágrimas y sudor. Y corre poseso viendo como el humo negro sopla tras las casas aún demasiado lejos. Y corre Martín corre, con su alma lanzada parece volar.

Los amantes se separan, el padre camina hasta el primer escalón, La anciana ya mira desde su ventanilla y la niña de azul llora en los brazos de la madre a su padre a quien ve partir. Los amantes ya son dos nuevamente y comienzan a sufrir la ausencia que aún no transitan.

Y corre Martín, corre sin parar, siendo liebre, niño, perro, todo y más. Es que ve el humo que crese, es que oye el silbato que llora, es que sabe que parten ya.

El grito del guarda, el grito del maquinista, el vapor que soplan ruedas chirriantes, los vagones que se golpean. Parten.

Abajo: la gente esta inmóvil, con sus ojos clavados en las ventanillas que les toca.

Y corre con sus pies descalzos ya sobre el tablonado y alcanza Martín al cabus y al vagón comedor y los pasa y corre aún sin parar y pasa los vagones de segunda y luego los de primera y continúa sin voltear. Sus piernas desaparecen en el vapor cálido y esquiva a la niña de azul y a la amante en lágrimas y corre y corre con sus manos en alto y lo ve, por fin, en el estribo, sonriente con su gorra bien calzada sobre el pelo cano y su silbato entre los dedos.

Y lo ve por fin a Martín que corre. Y para él, solo pare él, se lleva el silbato a la boca y lo hace sonar, largo, fuerte sobre el estruendo del tren y sobre el ruido de las ruedas y pronto el grito de la locomotora se le suma, intenso, potente.

Y se detiene ya Marín, en el final del andén. Con su mano en alto, la respiración exaltada y la sonrisa amplia y formidable.

Los ve partir y desde lejos, cuando todo era solo una mancha borrosa en el paisaje, se oye nuevamente el silbato sonar.

F.A.C. (29/04/09)

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