martes, 20 de octubre de 2009

Deseo

Abro los ojos, nada se ve. Una oscuridad tibia y absoluta me abraza.
Siento el suave roce de las sábanas en la cara y el aroma dulce de su cuerpo. El sonido rítmico de su respiración y cómo la punta de su nariz acaricia, imperceptible, el contorno de mis ojos.
Adivino, apenas, la seda del desavillé y nuevamente el tenue jadeo; la clara respiración que juega invisible a mi alrededor. Intangible, etérea, desea. Deseo.
No me es permitido hablar ni moverme. No me es permitido participar de ninguna forma. Tampoco lo quiero. Sólo puedo estar.
Fuerzo los ojos e intento percibirla. Nada. El mundo es un secreto; ella, una ilusión tenue que roza con un dedo mis labios y acerca los suyos a los míos. No me besa; no me toca, pero deja percibir su calor cándido, su leve palpitar y se retira a la nada y quedo solo. Perdido.
Desespero. Giro la cabeza para ver lo imposible en la negrura del cuarto. No está, no la siento. Oigo mi corazón que late impaciente, noto mi sexo endurecido bajo las sábanas incoloras y me condeno por haber despertado de aquel sueño. Por haberla disipado. Sufro cada segundo sin ella. Pero no por mucho, como respuesta a mi angustia, a mi desesperación, descubro calurosa y decidida la mano que baja por mi pecho y toma lo que desea. Con fuerza. Y también yo lo deseo y duele su brutalidad y lo deseo aún más y repentinamente, suelta y deseo con locura. Pero la mano desaparece, ella desaparece. Su boca vuelve salvadora sobre la mía y, esta vez, la besa, nos besamos, la muerde y siento el sabor dulce de mi sangre. Y la quiero toda; ama y esclava. Se esfuma en la negrura y la pierdo. La busco a tientas con las manos, mientras me siento en el colchón que es ahora mi único universo y la oigo por detrás. Quieto, dice el susurro, y sus pechos rígidos acarician mi espalda. Sus pechos, solo sus pechos y los distingo monumentales, pero huyen y dan paso a la húmeda caricia de su lengua sobre mi cuello y por mi espalda y en mi cintura y sus manos ahora acompañan el juego, manteniendo las mías a raya; en lo alto. Y ella lame mi costado y mis tetillas y baja por el abdomen y arranca las sabanas. Y siento sus labios sobre mí, percibo cómo su boca se abre tierna a mi alrededor, como su saliva cálida se derrama sobre el sexo desesperado y sus manos abrazan las mías, y ella fluye entre mis piernas.
Palpito. Palpita.
Suave.
Mi cuerpo se convulsiona. Intenta contorsionarse, rebelarse y tomar el control, pero sus dedos firmes me aprisionan sin hacer fuerza. Me dominan, y me rindo al goce pasivo. La siento bella, perfecta, mientras sus cabellos abrigan mis muslos. Y gimo y la pierdo, desaparece nuevamente y quedo solo. Extraviado, otra vez, con el sexo latiendo y mi cuerpo contraído.
No, digo.
Es tonto el hombre en esos momentos.
Ella vuelve y toma, con mano firme, el miembro empapado y lo deseo todo y duele y ella se arrodilla sobre mí. Y gozo. Y disfruto del espectáculo lento e infinito de dejarse deslizar, uno dentro del otro, uno sobre el otro. Apoyo el oído en su pecho y oigo el corazón desbocado, la respiración extenuada. Saboreo cada gemido apagado, cada leve escozor de su piel rosando la mía y la poseo con la completa felicidad de saber, que finalmente no podrá desaparecer.
Lentamente.
Suavemente.
Percibo el delicioso remolino de olores que se mezclan, y el sudor de ella contra el mío. Sus cabellos pegándose en mi cara y sus uñas que se clavan en mi espalda.
La oscuridad del cuarto estalla en miles de colores y me siento morir contraído y tembloroso en un grito mudo. Ella también grita y muerde y golpea mis hombros, mi pecho hasta congelarnos, los dos, en el ardor de un abrazo tenso.

Sus olores.
Sus sabores.
Los sonidos de la calle que reviven.
El cuerpo relajado que se desmorona junto al mío. Sobre la cama que vuelve a ser solo una cama, sólo una ínfima parte del universo.
Las cortinas que se corren, la luz del día que me violenta.
En silencio, tomo mis ropas, camino hacia la puerta.
Desearía hablarle. Decirle.
Volteo.
Su figura se recorta negra contra la luz deslumbrante de la tarde. De pie, con los ojos fijos, mirando por la ventana, enciende un cigarrillo y da una larga pitada.
No, no sería apropiado.
Tomo el dinero que me ha dejado sobre la cómoda y salgo.
La luz de la tarde me violenta.


Fabio A.C. 02/09/09

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