miércoles, 30 de septiembre de 2009

Punto Final

Estaba a un paso de ponerle punto final al texto cuando los golpes en la puerta sonaron desesperados. Me incorporé, giré y caminé molesto hacia la entrada. Tenía que conocer al verdugo de aquella puerta de hotel que me separaba del mundo. Habitación 304, pensé. ¿Hace cuanto vivo aquí? Dos años, repetí en mi cabeza.

- ¿Quién mierda golpea? –grité, apoyando el ojo en la mirilla.

Reinó el silencio y, frente a mi ojo inquieto, unos labios rojos como la sangre dejaban vislumbrar dos pequeñas paletas blancas como la nieve. Sangre y nieve. No me alcanzaron las manos para sacar la cadena de seguridad, abrocharme el pantalón y alinear mi imagen para recibir a esta señorita tan interesante. Interesante porque parecía bella. Interesante porque golpeaba a la puerta 304. Mi puerta, no otra.

- ¿En qué apuro se encuentra la preciosa dama, para dar tremendos golpes? -sonreí galante.

- On me persuit. Laisse moi entrer -dijo agitada.

- Habla francés la señorita. Passez vous, mademoiselle -dije con muy mala pronunciación y abrí la puerta, invitándola.

- Hablo español también, se sacó el abrigo y, haciendo a un lado unos periódicos, se sentó en el sofá.

- ¿Qué le hizo pensar que confiaría en una francesa y no en una argentina?

- El hecho que estamos en Buenos Aires, que usted es escritor, que está convencido que todavía vive en Francia y que no podía explicarle en tan poco tiempo que soy más suya de lo que usted cree. ¿Me va a ofrecer algo para beber, ou jem´en sers toute seule?

- Ahora sí me arrepiento de haber abierto la puerta. ¿Una copa de vino o algo fresco?

- ¿Vous avez vu? Vino tinto, gracias.

- Le puedo pedir que me explique porque tocó a mi puerta con tanto apremio -dije calmo mientras pensaba si quedaría alguna copa limpia.

- Au temps le temps -contestó mostrando otra vez la blancura de sus dientes.

Estaba extrañado, pero había algo en ella que me transmitía tranquilidad. Como si de alguna manera perteneciéramos al mismo mundo. Tomé la última copa limpia del armario que hacia las veces de cocina, serví vino y caminé hacia mi escritorio para llenar la otra copa, la mía. Me detuve un segundo a gozar de la pila de hojas que, desde esa tarde, eran mi última novela terminada. Sonreí y regrese a mi dama francesa con ambas copas y la botella. Le ofrecí una. La tomó y bebió el contenido de un solo trago. La llene por segunda vez y me senté. Observé la marca del lápiz labial que había quedado tatuada en el vidrio como un beso delator, y busqué en mi pasado la última vez que había compartido una botella de vino con una mujer así.

- ¿Qué la trae a mi palacio porteño-francés, mademoiselle?

- Estoy un poco cansada. Si no le importa voy a dormir.

- ¿Acaso le interesa si me importa? No creo tener muchas posibilidades de decirle que no.

- Sí, me interesa su opinión y más de lo que cree. Sin embargo, tiene razón, no hay posibilidad de que me contradiga -dijo recostándose -Y menos ahora que he podido encontrarlo.

- Insisto en contradecirla -dije nervioso -La idea de que una extraña golpee a mi puerta, tome mi vino y se duerma en mi sillón, no es algo que ocurra todos los días.

- Entonces podría quedarme recostada y conversar así un tiempo. Usted decide cómo sigue esta historia, pero yo puedo agregar algunas modificaciones. ¿Le parece?

- Suena justo -dije- ¿Cuál es el motivo de su grata intromisión en mis dominios? Dijo que la perseguían. ¿Se puede saber quiénes?

- Una mentira piadosa. Lo primero que se me ocurrió para que abriera su puerta. Mi objetivo era estar aquí. Hasta ahora lo he logrado.

- La felicito. Veo que cuando quiere algo, lo toma sin reparo alguno.

- Ni tanto ni tan poco. Pero soy astuta. La vida que llevo me ha enseñado mucho y, en lo que se refiere a mi supervivencia, soy capaz de cualquier cosa. Instinto, dicen.

- ¿Supervivencia? Me está haciendo sentir demasiado importante. Cuidado que puedo ser más ególatra de lo que parezco. No le conviene alimentar ese aspecto mío.

- Lo tengo claro. Aunque tal vez, centrarlo en usted mismo y brindarle esa sensación de confort, sea parte de mi estrategia para conseguir algo más importante que haber entrado en su dormitorio.

- Con lo dicho acaba de desandar los pasos que había avanzado. ¿Acaso hay cambio de estrategia?

- Para nada, Horacio.

- Veo que sabe mi nombre. Lo extraño es que no me asombra.

- Está entonces más relajado.

- Puede ser. Ahora que estoy más relajado, merecería saber su nombre y acercarme a la verdad que esconde su visita.

- Se siente merecedor de lo que le pertenece. Es natural.

- No dije que me perteneciera, si no que mi actitud podría ser correspondida con algunas respuestas.

- Es verdad. Yo lo dije y no usted. Y lo dije yo, porque sí le pertenezco.

- Entonces, si usted me pertenece: que se haga mi voluntad. ¿Cómo se llama? ¿A que vino? ¿Qué me impide tomarla del brazo y echarla a patadas?

- Justo la actitud que esperaba. Dominante. El dueño. El creador. Aunque ciego, sordo y desatento. Soy Emmanuèle, Horacio -dijo, se levantó y fue directo a mi escritorio.

- ¡¿Emmanuèle?! ¿Qué hacés acá? Es imposible. Vos no podés estar... Si yo…

- Es posible. Acá estoy. No es casualidad que estés a un paso de ponerle punto final a esta novela y yo golpee a tu puerta. ¿No te pareció extraño? ¿No sentiste alguna conexión? -tomó la novela y la apretó contra el pecho.

- Sí. No. En realidad no sé… Había algo… No sabría explicarlo.

- Soy tuya. Soy vos. Soy yo y vos, tu creación. Lo que quisiste crear para mí, para ti. Sin que yo pudiera hacer nada al respecto. Sin que yo pudiera opinar hasta que no estuviera todo dicho. Y dicho todo, vengo a cambiar algunos detalles. Lo que de vos a mí, no quiero ser yo.

- Pero… -quedé mudo. Me recosté en el sofá. Emmanuèle. Es hermosa. Es mía. Está aquí, pensé.

- Pero… nada, Horacio. Llegué y me voy a quedar. No podés hacer nada. Lo que pasa en tu ficción, pasa en mi realidad y seguirá pasando por el resto de mi vida, cada vez que alguien abra las cubiertas de nuestro libro. No quiero lo que creaste para mí. No me interesa esa pocilga parisina en la Rue de la Martine. No quiero ver morir a mi hijo. Nunca estuve enamorada de vos y, mucho menos, salté por eso.

(Fin de la conversación y comencé a rescribir la novela).


Sebastián Correa.

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